sábado, 1 de julio de 2017

TRAJES MEXICANOS

(Esquina de Palacio y calle de Flamencos)
Ilustración de Florencio María del Castillo
Escritor, periodista y político

La vestimenta de las clases humildes siempre llamó la atención de los extranjeros que visitaron México en el siglo XIX, porque «El traje del pueblo mexicano es pintoresco y hermoso».

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Editoriales | Académicos

Muy mal juzgada ha sido siempre la clase pobre de México; tan pronto se la pinta perezosa y depravada hasta el cinismo, como indiferente o fanática. Quien ve en cada lépero un ladrón astuto; cual otro un ser enteramente inútil, del cual no se hará nunca una entidad moral.

¡Error! ¡injusticia! ¡ignorancia!

Jamás pueblo alguno ha sido tan calumniado como el de México y jamás tampoco ha habido otro que presente elementos mejores para llegar a un grado notable de civilización y mejora.

Hijo de los trópicos, criado en medio de un naturaleza tan abundante y hermosa, su imaginación es ardiente y su entendimiento claro. Su carácter es suave, dulce, sociable, y sus costumbres puras; pues nuevo el país, no ha habido en él esos grandes ejemplos de inmoralidad y depravación que en otros países se infiltran entre la masas como un veneno.

Si el pueblo carece de instrucción, es porque ocupados los gobiernos que se han sucedido desde la Independencia acá, en cuidar exclusivamente de su precaria existencia, no han pensado en disipar las tinieblas de la ignorancia del pueblo; y su existencia ha sido precaria, precisamente porque no han sabido cuidar y proteger al pueblo, que es el soberano en las naciones.

Es indolente por la misma prodigalidad de la naturaleza, y porque su alma poética y ardiente, le impele más a vivir de los sentidos que del trabajo.

Pero con un gobierno paternal, ilustrado y fuerte para dar algunos años de paz a la República, el pueblo mexicano llegaría a ser grande, ilustrado y sumamente productor; pues su aptitud para toda clase de trabajo es asombrosa.

El instinto de la moralidad está muy desarrollado en él, y el número de criminales es comparativamente mucho menor, que el de cualquier otro país, sea el que fuere.

El pueblo mexicano es muy afecto al culto exterior de la religión católica y fomentado este gusto por los sacerdotes, que lo emplean como resorte, ha llegado a ese grado de fanatismo, que justamente se le censura.

El mexicano es valiente y sufrido y cuando viste el uniforme militar, es excelente soldado.

Vendedor
de cacahuates
Ama a su patria, y le hemos visto defender el terreno de la capital, palmo a palmo y sin armas, el 13 y 14 de septiembre de 1847; ama a su familia y educa a sus hijos con admirable constancia, procurando elevarlos, porque ha comprendido los tormentos de la ignorancia. Si le veis egoísta en algunos momentos solemnes para la República, ¿no ha de disculpársele cuando tantas veces ha sido víctima de los ambiciosos e intrigantes?

Que haya paz y protección para el pueblo, y le veréis grande.

¡Escuelas y talleres, he aquí lo que necesita!

Instruidlo, y sabrá apreciar su libertad.

Hacedlo trabajador, y sabrá hacer respetar sus derechos.

El pueblo mexicano, resto confuso de las diversas clases que el gobierno colonial no tuvo talento o la voluntad de fundir, se compone de muy diversos elementos, que varían en traje, en modo de vivir, en sentimientos, y hasta en el idioma.

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Transcripción | Corrección | Reseñas

Hay la clase indígena, que conserva muy degeneradas sus tradiciones y que se ocupa en el comercio pequeño de carbón, de frutas, de legumbres; clase miserabilísima que se contenta con una ganancia muy corta por todo un día de trabajo, y que parte por la tarde a pernoctar en los pueblecillos cercanos. Casi desnuda esta raza, abatida, miserable, oprimida y despreciada, necesita para levantarse la acción del galvanismo social.

Hay el lépero, propiamente dicho, hijo de la ciudad, criado en ella, verdadero lazzaroni mexicano, sin industria, sin amor al trabajo, indolente, perezoso, amigo del sol y de los licores, que vive por milagro, cuando no por el robo ratero. Este viste un calzón ancho de manta, una frazada al hombro y sombrero de petate.

Hay el artesano, que sea cual fuere su industria, se conoce luego por su vestido, más esmerado y su continente tranquilo. Trabaja toda la semana y preferiría pasar encerrado en el taller el domingo, con tal de ir libremente a gastar el producto de su trabajo, en mujeres y pulque, el lunes.

El mexicano es esencialmente gastador, y todo gobierno que quiera mejorar su clase, debe comenzar por crear en él hábitos de economía y amor a la propiedad.

Los trabajadores de campo, los arrieros, los albañiles, forman una clase aparte; y los que se dedican al servicio doméstico, hacen la mayoría.

El traje del pueblo mexicano es pintoresco y hermoso. Mirad al ranchero montado en un hermoso corcel, con calzonera de cuero de venado y su bota de campana; su cotona chapeteada de plata, y su ancho sombrero con toquilla de chaquira.

Vedle en los días de gala, sustituyendo la calzonera de cuero con una pana, con anchos notones; la cotona tornada en chaqueta de finísima gamuza, con más adornos de plata que un altar, y por complemento, el pañuelo encarnado en el cuello.

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Poesía | Cuento | Regularización

A su lado va la muchedumbre, porque el mexicano es como caballeros andantes, que tienen su Dios y su dama, con la enagua de seda bordada, luciendo el piececito calzado de raso, y cubierta la cabeza con el rebozo de bolita; y juntos, antes dejaran de persignarse, que salir el domingo a comprar la fruta a la plaza, en compañía de retoño, tipo copiado del padre.

El zarape, es en la mayoría una parte indispensable del vestido, y aun cuando haga un calor abrasador, el leperillo se pasea envuelto en su jorongo, pintado de mil colores.

Vendedora
de frutas
La litografía que representa la esquina de Palacio y la calle de Flamencos, es un cuadro acabado y no sabemos que llame más la atención, si la rechoncha frutera, copiada del natural, o el grupo del costeño que vende cacahuates, y el muchachita de cinco años que le compra un tlaco. ¿Qué necesidad hay de nuestras pobres y lánguidas explicaciones, cuando la verdad salta a los ojos?

¿Será preciso, también, que hagamos una explicación sobre la otra litografía que representa varios grupos en una de las calles del pueblo de Santanita, cuya iglesia se ve por encima de las chozas de paja, que forman la habitación de los indios, y las copas de los árboles o los tallos de esa planta agreste y tristísima, que llaman órgano, por la semejanza que representa con los tubos de los órganos de las iglesias?

¿Quién no conoce en el leperillo que fuma con admirable desenfado un puro, al lacayo, a quien el conocimiento de las intrigas y recursos de la vida social, dan cierto aire de audacia y superioridad sobre sus compañeros?

Y en el otro, que lleva el zarape al hombro, ¿no veis al artesano modesto, cuyas manos encallecidas son su mejor adorno?

Las muchachas que están al lado con la enagua de castor o de linon, rebozo de seda y zapatito de charol, apostaríamos algo a que son criadas de casa particular.

Todos están de fiesta, y olvidando la servidumbre y el trabajo, solo piensan en pasar el día contentos. Ya les brindan por ahí el apetitoso rábano, y la india desde la puerta de su choza, pregona sus tamales y el pato cocido.

No tardarán en procurarse una jaranita, y el voluptuoso jarabe pondrá en movimiento a la alegre compañía.

Para la gente pobre de México, Santanita es el teatro obligado de sus fiestas y fandangos. La primera casita es el salón improvisado de baile, y en cuanto a la comida, nunca falta pato, tortillas en chile, tlachique, y una buena hambre, que es la mejor salsa.

¿Qué les importa a esos que ahora se divierten, trabajar una semana, un mes entero, si tienen un día todo suyo para el amor, para la libertad, para la dicha?...


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