Escritor, periodista y político
En el siglo XIX, la Alameda fue «el más bello y majestuoso paseo de México» y a su alrededor se yerguen «edificios dignos de llamar la atención». Acompaña a Manuel Payno en un paseo impregnado de nostalgia.
Editoriales | Académicos |
¿Habéis pensado alguna vez, en lo que debe experimentar un aeronauta, en el instante de desprenderse de la tierra, arrebatado por el globo? Es una sensación extraña, desagradable: la idea de sentirse uno aislado en medio del espacio, hace contraer todos los nervios; el rápido movimiento de los objetos, que se hunden y alejan a la vista, causa mareo: es un verdadero vértigo. Pero en cambio, ¡cuán imponente, cuán magnífico, cuan espléndido, es el espectáculo que se presenta ante la vista del viajero, pasado el primer momento! El lenguaje humano carece de expresiones para pintar lo que el alma siente al contemplar de pronto un horizonte sin límites, al ver sobre la cabeza un cielo sin nubes, y a sus plantas la tierra, que ostenta sus galas como en un inmenso panorama. ¡Un grito de admiración y de asombro se arranca entonces del pecho!
Era una mañana de primavera, una de esas mañanas en que el cielo de México, siempre límpido y puro, ostenta un azul admirable; el solo se elevaba lentamente hacía el cenit, y soplaba una brisa apacible, cargada con el perfume de las flores, que infundía cierta voluptuosa languidez en los pechos que la respiraban.
¿Os contaré los preparativos para una ascensión aerostática? ¿Os referiré los temores, que no pueden menos de asaltar al corazón del que va a emprender el viaje? ¿Pero, de os servirá esto? Ante un espectáculo que ocupa la imaginación entera, las pequeñeces desaparecen como las manchas en el sol.
Figuraos de pronto, en la frágil navecilla de mimbres, en medio de los aires. Ved: ahí bajo nuestras plantas tenéis la Alameda, el más bello y majestuoso paseo de México. Es un bosque simétricamente dispuesto, con fresnos, álamos, sauces y otros árboles, que ofrecen un conjunto verdaderamente hermoso.
Transcripción | Corrección | Reseñas |
Avenida Hidalgo |
¡Oh! ¡Si fijáis vuestra mirada en este sitio, a la hora en que el sol comienza a adorar las copas de los árboles, veréis sus calles cubiertas de hermosas jóvenes, de señoras de todas clases, que en traje matinal viene a respirar el aire puro: más tarde, encontraréis el paseo despierto, silencioso, a propósito para meditar: por la tarde, la escena cambia; los niños invaden con sus juegos infantiles los prados y jardines; multitud de personas discurren por las calles, y los coches y briosos corceles atraviesan por el lugar propio para su paso, levantando nubes de polvo!
A vuestra derecha, tenéis las calles de la Mariscala, San Juan de Dios y San Hipólito, que han quedad tan amplias y hermosas con la destrucción del acueducto que antes llegaba a la esquina de aquella y la de San Andrés. Esta medida de ornato se debe al ayuntamiento de 1851 y 1852. Con el tiempo, cuando estas calles estén bien empedradas, lo cual ha comenzado a hacerse ya, y cuando nuevos edificios sustituyan a los antiguos que ahora existen, serán evidentemente las más bellas de la capital.
Fijando la vista a nuestra izquierda, encontramos las calles de Corpus Cristi y Calvario, que son harto notables. Esta serie de calles que desembocan en el paseo de Bucareli, se extienden rectas y acordonadas hasta la Plaza Mayor de México, ofreciendo a ambos lados una serie de edificios muy bellos, como la Acordada, Hospicio de Pobres, San Francisco, Casa de Azulejos, Hotel de las Diligencias generales (en otro tiempo Casa del Emperador Iturbide), la Casa antigua de Correos, la que es propiedad del Sr. Soriano, y otras. Estas calles que son, puede decirse, las más centrales de México, se ven transitadas a todas horas por una multitud inmensa; son también las que el comercio ha escogido de preferencia para ostentar sus tiendas y almacenes de ropa, joyería y efectos de lujo.
A ambos lados de la Alameda, se admiran edificios dignos de llamar la atención; los unos, por su objeto y su antigüedad; los otros, por su belleza. Ahí tenéis en el fondo el convento e iglesia de San Diego, la capilla de Calvario, y en lontananza, los mil jardines y casas de campo del hermoso barrio de San Cosme. A la derecha están, la iglesia de San Hipólito, celebre por la procesión del pendón real; la casa que fue hospital, servido por las Hermanas de la Caridad, y que actualmente es casa de dementes; hermoso y extenso edificio que merece llamar la atención de los inteligentes y en el cual se encierran hoy 95 infelices privados del uso de la razón. Más adelante se levantan la cúpula y la torre de San Fernando, asilo de religiosos misioneros, el más respetable de todo México. En las calles de la izquierda, llama las miradas el convento de señoras religiosas de Corpus Cristi.
Poesía | Cuento | Regularización |
Avenida Juárez |
En el Hospicio, uno de los establecimientos más filantrópicos que existen en la capital, reciben su educación moral y civil, multitud de niños y niñas desvalidas. Se les da un trato tan dulce y humano como es posible. Sin que los fondos del establecimiento se graven, hay además de las primeras letras, clases de geografía, música, canto, baila, bordados, pintura y otros ramos de adorno, y existe un departamento especial donde se alimenta y sostiene a todos los ancianos o enfermos, que estando imposibilitados de trabajar, recurren a la mendicidad, ejercicio prohibido por las leyes de policía.
Una de las costumbres de México es hacer que los niños del Hospicio con el traje de la casa, concurran a los entierros de lujo para acompañar con cirios los cadáveres. El establecimiento recibe en estos casos una limosna. Seria de desear, sin embargo, que en vez de esto, se procurara recursos estableciendo talleres, para que los huérfanos aprendiesen un arte útil.
El último edificio, con el cual da fin a la calle, es la cárcel nacional, antigua Acordad, cuyo nombre conserva todavía, a pesar de haber desaparecido el tribunal de aquel nombre.
La prisión construida para la custodia de los reos, juzgados por el tribunal mencionado, existe aun lado del edificio actual; pero siendo reducido en demasía por el número de presos, se hizo necesario construir la cárcel que hoy vemos.
Esta comenzó a edificarse dirigida por D. Lorenzo Rodríguez, en un espacio de 66 varas de frente y 70 de fondo, que donó la ciudad el 17 de julio de 1767, y se estrenó el 14 de febrero de 1781. El importe de la obra se cubrió con donaciones particulares.
Fuentes y calzada al interior de la Alameda |
La cárcel nacional, es, sin embrago, muy reducida, para el número de presos de ambos sexos que la ocupan generalmente: así es que, los hombres con especialidad, se ven obligados a dormir en estrechos calabozos sin ventilación y reunidos en considerable número. Varias veces se ha pensado poner talleres en la cárcel para proporcionar ocupación a los presos; pero este útil pensamiento ha encontrado siempre trabas que no han permitido pasar de simples y aislados ensayos. Los presos que desean, reciben en la cárcel los alimentos necesarios, cuyo gasto es sufragado por las rentas del ayuntamiento. El número de presos anualmente en la Acordad, durante el último quinquenio, ha sido poco más o menos, de 15, 000 anuales; de entre los cuales, la mayor parte salen libres, pues es de observarse, según los datos de estadística comparada, que en México la criminalidad es hoy corta. En el mismo edificio está el despacho de los cinco jueces de letras de lo criminal, que administran justicia. Contiguo al edificio, existe el cuartel de la fuerza de policía, destinada para la custodia de las prisiones y de la seguridad pública.
Terminada la calle de que acabamos de hablar, comienza luego el Paseo de Bucareli, más comúnmente llamado Paseo Nuevo.
¡Dios mío! ¡Inspira profunda tristeza contemplar así una ciudad desde lo alto: esa serie de edificios que se desarrollan ante nuestra vista, no parecen más que los monumentos que dejan a su tránsito las generaciones que van pasando!
Mientras que nuestra vista se fijaba en la multitud de edificios que rodean la Alameda, evocando recuerdos en la memoria, el globo había seguido su marcha. Poco a poco los objetos todos se borran como envueltos en una neblina: el ruido de la ciudad, que llegaba hasta nuestros oídos como el zumbido de un enjambre de abejas, se debilitó y llegó a perderse... Hubo un momento en que al bajar nuestra vista hacía la tierra, percibimos tan solo una inmensa sombra. Estábamos entonces verdaderamente asilados en medio del espacio; era un momento solemne en que el alma más indiferente no hubiera podido menos de sentir todo el respeto que infunde ese espacio sin fin, ¡verdadero reflejo de la eternidad que se extendía en torno de nosotros!...
Manuel Payno
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