jueves, 9 de mayo de 2019

EL PASEO DE BUCARELI


Uno de los lugares predilectos de recreación entre los habitantes de la Ciudad de México, en el siglo XIX, quienes disfrutaban de sus frondosos árboles, la estatua de Carlos IV y la entonces Nueva Plaza de Toros.

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Editoriales | Académicos

Hay ciertos lugares en México, que a la manera de diorama que cambia sus vistas de hora en hora, van mudando de aspecto a los ojos del observador curioso: el Paseo Nuevo, digo, es el teatro de mudanzas consecutivas, porque a cada instante que se le visite, presenta un cuadro diverso. A los primeros albores de la mañana, cuando gorjean los pájaros sobre las ramas salpicadas de rocío, uno que otro transeúnte soñoliento de clase baja del pueblo, algún pordiosero que desdeñó vivir en la casa de asilo, algunos jinetes que cabalgan a la inglesa, consortes felices que abandonaron el lecho para respirar las brisas matinales, franceses que extrañan sus boulevares e ingleses que se alegran de no verse envueltos en la bruma de Londres, son los primeros transeúntes del Paseo Nuevo; siguen luego conductores de carbón, de madera, de comestibles, las vacas de regreso de la ciudad, las diligencias para Toluca y el interminable cordón de carruajes que van a Tacubaya.

Como el amor suele ser uno de los medios más eficaces para no acordarse de las horas que vuelan, cuando ya el sol abrasa con sus rayos, que huyen los demás, se queda olvidada en una banca de piedra alguna pareja, extasiada en pláticas sabrosas.

Al mediodía, cuando los árboles de la calzada, desnudos unos y tiernos aún los otros, no son bastantes a mitigar el calor, el paseo es apenas transitado por jadeantes rocines, que tiran de un coche de alquiler; más tarde los presidiarios, o algunas veces los hijos de Baco, recogidos por la policía, se dedican mal de su grado al no muy grato entretenimiento de regar las 1,181 varas de calzada, que en la tarde debe convertirse en el paraje más concurrido de la capital, en el que nuestras fastuosa sociedad ostenta su brillo y su donaire.

Carruajes en fila
sobre la calzada
La tarde, ¡ah!, la tarde es la hora solemne del Paseo Nuevo. Desde el edificio de la ex Acordada, están apostados dragones de trecho en trecho, para cuidar el orden de la marcha de los carruajes. La estatua ecuestre de Carlos IV se levanta majestuosa y grave, es obra inmortal de don Manuel Tolsá, una de las más admirables del arte en el mundo, tiene 5 varas y 24 pulgadas de altura, y está colocada sobre un pedestal de piedra, rodeado de un balaustro de hierro. La obra se debe en mucha parte al virrey marqués de Branciforte; pero como en todos los grandes monumentos del arte, en este tuvieron que vencerse mil inconvenientes para su construcción: tres años estuvo el molde depositado en la huerta del Colegio de San Gregorio, hasta que el 2 de agosto de 1802, se encendieron dos hornos que contenían 600 quintales de metal, y el día 4 a las seis de la mañana abriéndose los conductos, corrió el metal encandecido a sepultarse en las profundidades del gran molde, que se llenó en quince minutos, y después de 14 meses que se emplearon en pulir la estatua, México presentó a la admiración del mundo entero esa obra maestra, que desde entonces está desafiando al rayo y a los siglos.

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Transcripción | Corrección | Reseñas

El día 29 de noviembre de 1803, fue colocada en el pedestal que al efecto se había levantado en el centro de la plaza mayor, habiendo sido descubierta con gran solemnidad el día 9 de diciembre siguiente.

Allí permaneció hasta después de consumada la independencia de la nación; y en 1822, el gobierno, temiendo la exaltación del pueblo, la hizo conducir al patio de la Universidad, de donde se sacó en 1852, contratando la obra de traslación, que costó 17,300 pesos, el arquitecto D. Lorenzo Hidalga y el ingeniero D. Manuel Restory.

Después de admirar la estatua ecuestre, llama la atención la Nueva Plaza de Toros; graciosa y elegante, que con los edificios que le son anexos, ocupa un área de 20,695 varas cuadradas. La plaza es toda de madera, de figura circular, el área tiene un diámetro de 70 varas; después de la valla y contravalla, se levantan siete órdenes de gradas y dos de palcos, de 136 cada uno, sostenidos por 272 columnitas esbeltas y elegantes. La azotea está enladrillada y cercada por ambos lados con balaustrados de madera; la altura total de la plaza, es de 12 varas, y pueden ocuparla cómodamente diez mil personas: comenzó la obra en 18 de enero de 1851, y se concluyó en 25 de noviembre del mismo año, importando la suma de 97,202 pesos 6rs. Por la parte exterior hay una hermosa casa con dos pisos, a cuyos lados se prolongan al O. y al S. dos balaustrados de hierro sobre un zócalo de recinto, que con 30 pilastras de cantería cada uno, sostienen otras tantas bonitas rejas de 4 ¾ varas de altura y 6 de largo, que cierran todo el edificio exteriormente. Esta obra la debe México al Sr. D. Vicente Pozo.

Allí es donde las hermosas, lujosamente engalanadas y colocadas en cada lumbrera, como ramos de flores escogidas, cediendo a la costumbre que nos legaron los españoles, al par que los galanes y los grandes personajes, contemplan con ávida ansiedad, al eco tal vez de las más tiernas creaciones de Bellini y Donizetti, esas escenas de horror, esos lances terribles de la tauromaquia, sangre, terror, muerte y puñaladas.

La Nueva Plaza de Toros

Y allí es también donde el pueblo, el público del sol, entregado enteramente a la contemplación del espectáculo, se le ve agitarse como las olas del océano, se la mira enajenado, absorto, en uno de los lances atrevidos, se escucha el prolongado rumor de sus burlas descaradas, o nos estremece el grito unánime de aplauso, o el ¡ay! profundo de compasión, si algún torero fue la víctima; el populacho y la sociedad elegante están frente a frente, separados por su fortuna, y unidos por un mismo instinto, llamados por una misma voz, impulsados por un mismo deseo, el de sentir algo que conmueva, que hiera el corazón, que haga olvidar el rudo trabajo o la monotonía y el fastidio de toda la semana.

La primera corrida de toros que hubo en México, se verificó el 24 de junio de 1526, para celebrar la bienvenida de Hernán Cortés, que regresaba de la Hibueras.

No hemos detenido insensiblemente en los detalles de los dos principales objetos que llaman la atención al entrar al paseo; ahora vamos a recorrer la calzada, desde la estatua hasta la fuente principal, cuya distancia es de 610 varas, y de aquí hasta los postes colocados antes de la garita, y 570 varas de la fuente, cuyos dos tramos forman la extensión de 1,181 de que hemos hablado.

Al comenzar la tarde, más de trescientos carruajes en el mejor orden, recorren incesantemente la calzada, mientras que otros muchos apostados descansan en el ámbito de las glorietas.

La exquisita variedad de formas y colores de los coches, de la libreas y de los caballos, hace admirar a cada momento el sorprendente lujo que en eso ha desarrollado México, de algunos años a esta parte: allá sobre los sedosos y mullidos cojines de un carruaje, al majestuoso trotar de dos frisones, reclinados con indolencia y languidez, pasan como visiones vaporosas las beldades; mil jinetes apuestos y elegantes cual leves mariposas, revuelan en rededor de esas flores envidiadas, el aura de la tarde lleva en sus alas mil sonidos diversos, las ramas de los árboles que se agitan, las fuentes que corren abundantes, el pesado rumor de los carruajes, los ecos de la música de la plaza, y de vez en cuando esa detonación prolongada que rasga el viento, cuando diez mil personas lanzaron un ¡ay! unánime o cuando rieron de alegría.

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Poesía | Cuento | Regularización

Chapultepec
a la distancia
Así pasa la tarde, y al declinar el sol entre celajes vaporosos, ¡qué paisajes tan bellos! ¡qué perspectivas tan halagüeñas! ¡cuánta poesía derrama el crepúsculo en el alma! Al E. bajo el variado pabellón de cien colores, se extiende una campiña deliciosa; entre mil bosquecillos de esmeralda, se destacan como palomas, casas blancas que un momento después, cual si durmieran, se pierden en las sombras; Chapultepec, ese antiguo palacio, seno de tantas tradiciones y recuerdos, como el eterno cantinela del valle, e levanta erguido sobre ese montón de peñas y ahuehuetes, enviando de sus pies a la ciudad sedienta el agua pura y cristalina de su perenne manantial; más allá Tacubaya, la graciosa vecina, muellemente recostada en sus lomas de esmalte, con sus jardines y sus casas pintorescas, con sus bolos y su árbol bendito, recoge sonriendo los últimos destellos del sol que muer. Al S. O. se pierde en lontananza, con sus azules montañas, que de dosel les sirven, los pueblos de Mixcoac florido, Padierna y Churubusco ensangrentados, San Ángel y Coyoacán.

Al S. E. gigante majestuoso, cual monumento eterno de los siglos, escondiendo sus nieves en el azul del cielo, se destacan el Popocatepetl y el Iztaccíhuatl.

Al E. de regreso se percibe, entre el polvo que levantan los coches, como una hoguera que comienza a encender el viento, la ciudad con sus torres infinitas, que al sepultarse en las sombras, comienzan a iluminarse como un montón de chispas.

Un momento después, el paseo queda sumergido en las tinieblas, todo yace en el silencio, se restañó la sangre de las víctimas de la corrida, calló la música, abandonó la concurrencia los lugares de su recreo, para buscar en la ciudad nuevos placeres. El diorama guardó sus vistas, y el narrador sus plumas.

José Tomás de Cuellar


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