martes, 25 de junio de 2019

EL PASEO DE LA VIGA

Ilustración de Florencio María del Castillo
Escritor, periodista y político

En el siglo XIX, el Canal de la Viga atravesaba parte de la Ciudad de México. Por él, sobre canoas, surcaban todo tipo de mercaderías. En su muelle se agolpaban las personas y se convirtió en uno de los paseos más animados y pintorescos.

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Editoriales | Académicos

Nuestros lectores conocen ya el paseo de Bucareli, paseo de la aristocracia, en donde el extranjero que visita la capital, puede formarse una idea exacta del lujo de sus habitantes, al contemplar la doble hilera de ricos y elegantes carruajes, que recorren lentamente el espacio que media entre la plaza de toros y la fuente principal; ahora verán el paseo popular por excelencia, el sitio que aman los pobres, el lugar de recreo, a donde concurre desde el empleado que se avergüenza de ir en coche de alquiler a Bucareli, hasta el jovial y fandanguero lépero, que en compañía nada santa de una o dos chinas, va a gastar una tarde el producto de una semana entera de trabajo.

El paseo de la Viga, es una de las primeras cosas, después del caballito de Troya (alias) Carlos IV, que van a visitar los fuereños que aciertan a venir a esta Babilonia que llaman México. Es que, el paseo de la Viga, es al propio tiempo un lugar de recreo y un recuerdo; un recuerdo de la antigua Tenochtitlán, surcada de canales, como la reina del Adriático, y como ella también poderosa, rica e independiente, antes de que vinieran las huestes castellanas con el cristo en una mano y la espada en la otra, a conquistar estas comarcas.

El canal de la Viga, que une los dos grandes lagos del Valle de México, atravesando una parte de la ciudad, es en efecto todo lo que nos queda de aquellas grandes y numerosas acequias, donde había jardines flotantes que formaban las calles de la antigua México; esta ciudad, que puede decirse, brotó de en medio de las aguas como la Venus de la fábula, hermosa como ella para reclinarse en las alfombras de esmeraldas que le ofrece su fértil campiña.

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Transcripción | Corrección | Reseñas

Chalupas sobre
el canal de la Viga
Hubo un tiempo en que todo el Valle de México era un inmenso lago que servía tan sólo de espejo a las pasajeras nubes; la industria del hombre y la mano de Dios, conquistaron el terreno poco a poco, y las aguas se retiraron hasta reducirse a esos lagos de Texcoco y de Chalco, que hoy se miran desde nuestras torres como una cinta de plata al pie de colinas que forman nuestros horizontes. Bien, es cierto que el lecho de esos lagos está, con muy corta diferencia, casi al nivel de México, y que puede venir un día en que las aguas recobren con ímpetu su antiguo dominio; pero ¿qué importa el peligro a esa multitud que corre ansiosa a gozar? En esta vida que recorremos, ¿no hay siempre un abismo bajo nuestras plantas? ¿No es esta misma inseguridad la que presta un poco de atractivo a nuestros placeres? Y luego, bien pudiera suceder que el arte desecase esos lagos: la agricultura ganaría; ganaría la salubridad pública; pero perderíamos ese paseo tan bello y tan poético…

Porque efectivamente, el paseo de la Viga es muy hermoso, y sin disputa el más animado de la capital: a Bucareli va la gente de tono por costumbre a lucir sus ricos trenes; a la Alameda los que buscan la calma, el silencio, la sombra; a la Viga, acude el pueblo, el pueblo amigo del ruido, del movimiento y de las sensaciones.

¡Mirad! El artista, más afortunado que nosotros, ha sabido trazar con su lápiz todo un cuadro de costumbres, que se abraza con una sola mirada: ha escogido el instante de mayor animación y lo ha fijado en su lienzo. ¡Contemplad con atención esa bellísima litografía, y os parecerá oír el zumbido de la multitud que se agita como un inmenso enjambre de abejas!... Para describir ese cuadro, nos sería preciso ocupar muchas páginas; habría que hacer la historia de cada grupo, de cada objeto, y ¿no sería este un trabajo inútil cuando ese dibujo rebosa verdad, cuando se comprende y se adivina?...

Era una tarde del mes de abril, porque este paseo tiene su época determinada; comienza el miércoles de ceniza y termina el jueves de la Ascensión del Señor. El cielo estaba limpio y sereno, y el sol al declinar hacia el occidente, bañaba la campiña con sus rayos, que al filtrarse por entre la rama de los árboles, parecían una lluvia de oro.
Carruajes y personas a caballo y a pie recorriendo la calzada de la Viga

De las cinco a las seis de la tarde, el paseo llega a su mayor grado de animación: los coches y la gente de a caballo, recorren la calzada que se extiende a la derecha del canal. Los carruajes siguen una línea; pero los jinetes gozan de toda libertad: allí se admiran los hermosos caballos, llenos de fuego y de brío, que caracolean y se agitan; allí luce la habilidad y fuerza del que los monta, ora vista frac a la inglesa, ora luzca el rico y pintoresco traje del ranchero; pues en México generalmente todos saben montar perfectamente.

La multitud pedestre se agolpa al borde del canal, en donde hay bancas de piedra. Allí se sientan el papá y la mamá con toda la familia; allí se refugian todos los que componen esa clase media vergonzante que no va en coche, ni acaballo, ni quiere mezclarse con el pueblo.

En cuanto a este, su placer, su delirio, es embarcarse, tomar un lugar en alguna de esas inmensas canoas que se deslizan lentamente sobre el agua, al son de la música de cuerda, y estremeciéndose con el movimiento de los que bailan.

El muelle o embarcadero, es un lugar de confusión, una torre de Babel, en donde se mezclan y se confunden los gritos del robusto pulquero, que al lado de sus barriles pregona su vendimia, los del indio que busca pasajeros para sus canoas, a dos por medio real, los de los fruteros, los dulceros, los gritos de júbilo de la multitud, las incitadoras armonías del jarabe…

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Poesía | Cuento | Regularización

Embarcadero en
el canal de la Viga
Se acerca una canoa: hombres, mujeres, niños, todos se precipitan, y en menos de un minuto la embarcación está ocupada por una multitud compacta, que no puede ni aún moverse; todos tienen que ir en pie, no hay espacio para que nadie se siente. La canoa, recargada de peso, se hunde hasta los bordes, tal parece que va a zozobrar: ¡un movimiento, y se hunde todo!...

Se mueve lentamente; la multitud se comprime, hace milagros, rompe la música, pues cada nao está provista de artistas indígenas que tañen el arpa, se escucha el incitante jarabe, y hombres, y mujeres, y niños, comienzan a bailar.

Entonces la canoa parece animarse, antes estaba dormida, perezosa. Ahora se mueve con ligereza y marcha por ese canal, que se extiende a la vista hasta perderse en lontananza. Mil canoas se cruzan, y en todas se canta, en todas se baila; a veces tropiezan, y una de ellas se va de pique: pero el baño que sufren los bailarines, no hace más que redoblar su alegría… De una canoa a otra se entablan diálogos; la música de la una, hace perder el compás a los bailarines de la otra, y para el espectador que permanece en la orilla, esa armoniosa confusión, ese movimiento incesante, esa alegría expansiva, forman uno de esos cuadros que no se olvidan nunca.

Las canoas navegan así hasta Santa Anita o Ixtacalco, pequeños, pero pintorescos pueblecillos de indígenas, que se mantienen con el comercio de flores, de legumbres y de patos. Allí se renueva el fandango, se hacen nuevas libaciones, y cuando el sol ha caído, regresan todos más contentos, más animados. Todos vuelven entonces coronados de flores, de las que se cultivan en las chinampas, jardines flotantes, hechos en medio de las aguas a fuerza de industria; y ya entrada la noche, al dispersarse la multitud silenciosa, pues la alegría después de su explosión, causa y deja un vacío en el corazón, lleva hasta el hogar doméstico la guirnalda de amapolas, que es de rigor traer, como un recuerdo del placer pasado…


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